sábado, 19 de septiembre de 2015

1:13 de la madrugada.

1:13 de la madrugada.

Eres un refugiado sirio. Tras conseguir escapar de tu país natal, dejándolo todo atrás, a tu familia, tu hogar, tu trabajo, tus amigos... tras varios días de éxodo, durante el cual te has separado de aquellos compatriotas con los que empezaste esta odisea, durante el cual has pasado hambre, sed, miedo y, sobre todo, una poderosa incertidumbre acerca de lo que te espera al final del viaje... Tras todo esto, y por el momento, has acabado en un campo para refugiados en Hungría. Estás en una tienda de campaña que ha traído esta tarde una ONG, y hace frío. Mucho frío. Oyes susurros: otros refugiados que, como tú, tampoco consiguen conciliar el sueño. Oyes el rugido de tu propio estómago. Esperas que llegue pronto la mañana, para poder desayunar algo,  lo que sea que traiga la ONG. Y confías en que te dejen salir pronto de ese campo: necesitas encontrar un trabajo que te permita enviar dinero a tus familiares en Siria. Lloras en silencio al acordarte de sus rostros.

1:13 de la madrugada.

Eres una mujer palestina. Mientras acunas a tu bebé, tapas sus oídos para que no oiga los misiles cayendo a un par de calles de tu casa. Tu marido te mira con rostro inexpresivo, pero tú sabes que la tristeza y la desesperación lo consumen por dentro. Tu otro hijo, de tres años de edad, llora entre sus brazos. La única luz de la habitación proviene de una vela: el primer misil dejó sin electricidad a todo tu barrio. Deseas que llegue pronto la mañana, porque significará que tú y tu familia habéis conseguido sobrevivir una noche más. Luego piensas que las bombas no pararán durante el día, al menos no lo hicieron durante la última ofensiva de Israel. Durante la cual, por cierto, perdiste a tu hija mayor. Lloras en silencio al recordar su rostro.

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